martes, 30 de septiembre de 2014

Amparo providencial a Salta: San Bernardo y su panal salvador



En los años 1709-10, durante la Gobernación de don Esteban de Urízar y Arespacochaga, Salta fue conmovida por  una enorme rebelión de las tribus aliadas del Chaco que llegaron a las puertas de la ciudad dispuestas a exterminar a los cristianos. En su magnífica recopilación de hechos y tradiciones, Bernardo Frías  cuenta lo ocurrido(*).
El glorioso varón francés San Bernardo, Abad y Doctor de la Iglesia, cumplía sus deberes de estado con plena fidelidad a la gracia de Dios. Su influencia era tal que gobernaba en sus días toda la Europa cristiana.
Fundador de la Orden Cisterciense, tenía bajo su influencia mas de tres mil monasterios; levantó su Abadía en un oscuro lugar repleto de malhechores de toda índole, que se limpió tanto con su acción, que tomó el nombre de Claraval, que significa “Valle Claro”.
La fortaleza de carácter del santo lo hacía lanzar rayos y truenos cuando la situación lo exigía, sea ante quién sea, incluso en polémicas como la que mantuvo al aire libre en París con un profesor, logrando con sus argumentos que el libro presentado por éste fuera declarado “un depósito de herejías”.
Escribió su famosa Carta sobre la vocación del monje guerrero en las Ordenes de Caballería y formó la segunda Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro de manos de los musulmanes. Pasó su vida deplorando y combatiendo los males que habían  penetrado en el Clero: “¡quien me diera la dicha –decía- de ver, antes de morir, a la Iglesia de Dios como era en sus primeros días!”.
Monje joven y lleno de vida, de buen gusto, ni torvo ni retobado como pintan a los santos de la Edad Media, que ciertamente nada tenían de eso –dice Frías-. De costumbres elegantes y afecto al buen decir, no pasaba delante de una imagen de la Santa Virgen sin saludarla con un: “Dios te salve María”; hasta que un día, Ella le contestó: “¡Dios te salve Bernardo!”.
Volvamos a Salta, capital por entonces del antiguo Tucumán.  Desde Tarija a Santa Fe –refiere el historiador salteño- se extendía el Gran Chaco, llanura inmensa, boscosa, llena de iniquidades, cuna de langostas y sabandijas, y de tribus salvajes rebeldes a cualquier civilización, sucios y vagabundos, desleales a todo juramento, crueles hasta la ferocidad(**) -Tobas, Mocovies, Vilelas, Mataguayos y muchas más.
Aquellos hombres vivían desnudos, sus mujeres con sus formas dadas al viento y teniendo los hijos como las bestias sus crías.
Soldados españoles había que nada entendían de urbanidad o diplomacia para con estos indios, y sus violencias provocaban mayor odio y venganza contra el cristiano.
Por más de doscientos años, las ciudades hispano-indígenas principales del Norte fueron el centro de ataque, de lo que resultaban daños irreparables y muchas historias para contar.
Las avispas de San Bernardo
Pero volvamos a nuestro tema principal. Un día, como dijimos, la ola invasora llegó hasta las puertas de Salta volcando sobre sus rastros un verdadero reguero de destrucción y sangre, porque era, entre todas, la más maldita para los salvajes, la presa codiciada; querían la gloria de vencerla porque era nido de cristianos y el cuartel general de la colonización española en el Tucumán.
El incendio principió a abrasar la ciudad, las calles se llenaron de indios, se oían llantos de mujeres y niños, los hombres caían… ¡la hora de morir sonaba para muchos!
Los invasores no aceptaron parlamentar y sacrificaron cruelmente a los voluntarios que hicieron el intento. Eran dos hermanos, uno de los cuales estaba a punto de casarse y formar su hogar en suelo salteño; la novia se había quedado en su casa, esperando su vuelta... La ciudad asediada levantaba, quizás por la postrera vez,  la voz al Cielo.
Inesperadamente, algo ocurrió que cambió el curso de los acontecimientos: un hombre vestido de hábito blanco, parado sobre las rocas del cerro pegado al caserío, apareció impávido, tranquilo, y  mirando a Salta; la brisa movía sus ropas y su capa; en una mano sostenía un libro y un pequeño bulto en la otra. Era un panal.
Los indios lo vieron y comenzaron a huir despavoridos; aterrorizados, pasaban cerca de él con el rostro descompuesto y mirada de espanto.
Los cristianos se sintieron salvados, pero no acertaban a entender el porqué!  Sólo atinaron a dar gracias  con el Santísimo en los altares y las campanas al viento.
Diz que los indios contaron que cuando el hombre vestido de blanco agitaba el panal, salían legiones de avispas bravísimas, que clavaban rabiosas sus aguijones envenenados en los ojos y en cualquier parte de su piel desnuda.
Menos de una hora tardaron en abandonar la ciudad estremeciendo el cerro con sus chillidos.
Salta quedó libre de enemigos.
A modo de observación, pequeñas partidas los siguieron. Con algunos hablaron, y les dijeron que habían visto un hombrecito blanco que les infundía tal pavor, que no serían ellos quienes volvieran a Salta para guerrear con él.
Tiempo después, algunos comisionados indios bajaron a la ciudad. Rodeados por mucha gente fueron preguntados para develar el misterio; relataron lo del hombre vestido de blanco y las avispas.
Para saber de quién se trataba los llevaron a ver todo lo que podría parecerse. Así es que fueron al convento de los padres belermitas, y cuando entraron a la capilla, los indios señalaron la imagen de San Bernardo gritando ¡aquél es, aquél es! , y salieron corriendo llenos de espanto parando recién en pleno campo.
La gratitud de Salta para con el Santo protector fue mostrada de mil maneras, con actos piadosos y  obsequios, el Cabildo Eclesiástico lo nombró segundo Patrón de la ciudad, el Gobierno civil le firmó despachos de Capitán de Ejército con galones militares y la paga de su sueldo en el día de su fiesta; el cerro que fue teatro de tan prodigioso milagro, desde entonces se llama “Cerro San Bernardo”.
Esta breve síntesis de los coloridos relatos de Bernardo Frías –que estaba orgulloso de llevar ese nombre-, nos sirva para recordar el prodigio que Dios obró por manos de San Bernardo en un momento de grave aprieto. Digámosle al Vice-Patrono de nuestra ciudad como le dijo la Virgen: “¡Dios te salve Bernardo!”, y que vuelva a su cerro, y mueva otra vez el panal salvador para soltar su ejército de aguijones alados y evitar posibles males cada vez que sea necesario!  Que así sea por siempre.
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(*) Bernardo Frías, “Tradiciones Históricas (República Argentina)”, II serie, Ed. Jesús Menéndez e hijo, Buenos Aires, 1924. (Reeditada recientemente por la Fundación Michel Torino).
 (**) Este panorama puede sorprender a quien no haya tenido ocasión de profundizar el tema. Entre la abundante documentación al respecto, podemos citar la célebre crónica de fray Reginaldo de Lizárraga, OP, en que refiere que los guaycurúes se consideraban mejores por practicar el canibalismo cocinando a sus víctimas, mientras que los tobas lo practicaban con seres humanos vivos! :
“Reprehendiales gravemente el vicio bestial de comer carne humana, á lo cual algunas veces le respondian que si la comian era asada ó cocida, pero que no treinta leguas de allí habia otros indios muy dispuestos, llamados Tobas, que la comen cruda; estos eran malos hombres, y no ellos, porque cuando van en el alcance, al indio que cogen, echándoselo al hombro y corriendo tras los enemigos, se lo van comiendo vivo á bocados (...)”   . (cf.“Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile” - La sociedad peruano-tucumanense del siglo XVI en la mirada de fray Reginaldo de Lizárraga, OP, Congreso Internacional Historia de la Orden Dominicana en América, Junta Provincial de Historia de Córdoba, 2004, p. 125).
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Fuente: "Argentina, señorío y esplendor"

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